11.12.06

Un Australopitecus capitalizado

Y si, no es fácil hacer que una noche tu banda se transforme en una serie de máquinas funcionando en un escenario, trabajando todo el tiempo. Es lo mismo que pedirle a un Australopitecus que coloque su huevo bajo una orquídea e intente custodiar la frontera de México a EE.UU y luego volver, recoger su huevo y salvar a la orquídea de la radiación envidada por la NASA.
Pero después de un tiempo decidí volver a lo normal, tocamos en La Trastienda, los invité a Bush y a mi australopitecus.
Por Juan Valente
Por segunda vez, les ofrecemos una producción de Juan Valente. En esta ocasión, un cuento corto, pero con delirio intrínseco.
El Compilador

10.12.06

Un hombre y su pena


Amanecí con el primer sorbo de café de la mañana, mis ojos despertaron y la maldecida luz entró por mis ojos. Me calcé las pantuflas y las amarré con una gran cuerda que me permitía una gran flexibilidad en los dedos y en las escaleras; prendí la ducha. El pozo se llenó de agua caliente y para entonces yo estaba presentable para él. Me bañé cómodo, la bañera estaba cansada ese 31 de febrero así que no tuve inconvenientes para nadar en el agua. Al terminar de bañarme busqué el tapón a presión y lo destapé, el agua fue absorbida y yo absorbido con ella. Recorrí los grandes canales de agua, observé sus ríos y su mugre, fue así un viaje largo pero al fin llegué al mar. Un: “¡sorpresa!” estalló con mi llegada. Allí estaban mis amigos y familiares recordándome mi cumpleaños y una extensa nube de alegría flotaba en mi cuerpo como vapor de cocina; al ser reconocido un aire de desilusión se propago por el bar marino y los lamentos que se generaron hacia mí fueron silenciados por el verdadero anfitrión de la fiesta que entraba por uno de los canales de agua. El diluvio de patadas fue tan duro y cruel como mi rápido ascenso hacia la superficie del mar. Así caminé exhausto por la superficie terrestre. Fue entonces cuando encontré algo que jamás hubiera imaginado encontrar, una mujer de quizás quince veces mi altura entró por un farol, colorida y con un cierto aire de picara se recostó sobre una pared a revolear su cartera. Me acerqué a ella y juntos bailamos con la música de la ciudad y nos relatamos anegdotas graciosas, al ver que yo era un pobre diablo sin un centavo me abandonó como una niña a su muñeca y fue rápidamente a comprarse otra. Me estremecí de miedo, las chimeneas aullaban a la luna con un aliento de dragón y los bandidos salimos a robar coches. Estaba en mi actividad cuando un policía me esposó, me resistí, pero las esposas eran cómodas y calentitas y el hombre relucía su simpatía ante todo mostrándome que era una buena idea, así que decidí entregarme. Subí a un auto azul que gritaba constantemente, y el simpático hombre de negro se entregó a la ruta. Me decía:
_ Es una linda noche.
_Si, si lo es. Aunque no hace de carpa a mi infelicidad.
_ No se preocupe hombre ya todo va a pasar.
Me entregaba al sueño cuando un estrépito rugido del suelo se disipó hasta mis pies. Una gigantesca boca apareció desde la tierra y nos permitió entrar, su lengua era suave y silenciosa así que no dificultó el viaje. De repente la obscuridad y algunos aplausos; le pregunté al conductor hacia donde nos dirigíamos, al ver que no respondía me acerqué para mirarlo. Observé no sin que llame mi atención que un maniquí conducía el auto, me preocuparme y decidí saltar del coche. Caí en un terreno viscoso pero suave, de repente unos ruidos y un sondeo como el de un fantasma y unas largas sombras comenzaron a abalansarce sobre mí y como un soldado obedece a su general ellos reconocieron mi pena y se llevaron mi alma.

Por Ignacio Lalli
Pensarnoestarea esta vez les presenta una producción de Ignacio Lalli, autor que todavía no había sido incluido.
Disfruten
El Compilador

Lucía


Mientras sea verano Lucía no tiene problemas porque las ciruelas todavía cuelgan de los árboles. Aunque le dije mil veces que no salte en las frutas, parece no escucharme. No hace mucho tiempo ocurrió el accidente. Era invierno y por supuesto no había ciruelas, así que se le ocurrió probar con las mandarinas.
Se puso en cuclillas, y se sentó encima de una de ellas, apoyó bien los pies y dio un salto increíble, todavía puedo verla. Lo que ella no podía entender es que las mandarinas no son saltarinas ya que su cáscara dura y poceada no permite el efecto resorte que funciona con las ciruelas.
Cayó con un ruido seco, se me paró la respiración, vi cómo se despedazaba la piel, se cortaba, se desgarraba. Ese líquido medio dulzón que tenía adentro, salió disparado para todos lados. Fui corriendo a auxiliarla, cuando llegué, el jugo y las lágrimas de Lucía se confundían en un mismo charco. No sabía por donde empezar, ni vendas tenía en la casa, pero sabía que no tenía sentido llamar al hospital. Miré a los ojos a Lucía, pero sé que ella no me vio, los ojos cegados por el ácido del jugo no la dejaban mirar. La mandarina falleció horas después, sé que Lucía todavía escucha los gritos de su agonía. Durante días Lucia intentó no saltar, pero al poco tiempo me pidió que le comprara frutillas con crema. Sigo intentando convencerla, pero sé que no va ceder, igual ahora es verano, y mientras sea verano Lucía no tiene problemas, porque las ciruelas todavía cuelgan de los árboles.

Por María Eugenia Siciliano
En esta ocasión, les ofrecemos por seguna vez una producción de Maru Siciliano. Unas frutillas con crema nunca vienen mal.
El compilador

When I met Paris


“No hay que hacer trabajar a los hijos desde demasiado jóvenes”[1]


-Varados en la estación Saint-Lazare estaban los niños cuando nos escribieron, querida.-
Marta fue a la cocina a preparar las tostadas y un té helado para su marido.
Ellos, junto a Charles (que aún seguía encerrado en el armario), vivían en la antigua, pero lujosa casa de la calle Juramento al tres mil setecientos y desde que nos fuimos, se sentían un poco solos.
Eran buenos padres, los extrañábamos, pero los encantos de una nueva vida nos había seducido.
Al tomar el octavo subte que –sabíamos- no nos conducía a Charles de Gaulle, nos tratamos de creer nuestra mentira, nos hacía sentir mejor.
-Charles dijo que iba a ser discreto, no deberías estar tan intranquilo- dije a mi hermano. Ademas papá y mamá aún no entienden muy bien el francés.
Mientras tanto, Charles con un ambiente distraído salía a dar un paseo por Belgrano.
A las 6:30, muy ansiosos, papá y mamá estaban saliendo para Ezeiza en su Mercedes.
Charles, como ya lo había predicho, cayó sobre las vías de tren de la calle Echeverría.
El Mercedes estaba arribando en el giratorio estacionamiento de Ezeiza. Los altavoces avisaron que el vuelo número 471 de AirFrance arribaría en 5 minutos a la Ciudad de Buenos Aires, para luego continuar su trayecto hasta el aeropuerto de Santiago de Chile. Ya eran las 7:30 cuando Marta y su marido se acercaron a esa doble gran puerta, siempre tan llena de llantos y abrazos.
Luego de ya haber descendido todos los pasajeros del vuelo, y ya pasada una hora de espera, Marta fue a preguntar por sus hijos en el mostrador de AirFrance, la chica le dio un paquete diciendo que estaba en los asientos que nos correspondían.
El paquete parecía movedizo, al abrirlo un siamés naranja salto hasta el piso y maulló cansado, papá y mamá se miraron y empezaron a caminar en dirección al auto.
(Siempre supe que París nos iba a resultar demasiado hermosa)

[1] Vian, Boris: El lobo-hombre, Barcelona, Tusquest, Fábula, 1994, pág. 123.

Por Juan Valente
En esta ocasión, y para continuar con el blog que había sido temporalmente abandonado, les ofrecemos uno de los primeros trabajos del año de Juan Valente.

El compilador